De la fama al olvido no hay muchos pasos que contar en la senda que pisan los cabales del cante. De la primera Jesús Carrillo guarda el eco del aplauso y el calor del reconocimiento del éxito; del segundo, aunque nunca cayó en el olvido, hubo una época en que reconoce haberlo buscado como si fuese el único bálsamo que le quedaba, cuando uno está tan esquivo que hasta el cante se silencia en la garganta.
En su familia no eran aún nueve hermanos y vivían en una casita de vecinos en la Carretera de su Eminencia. Tendría cinco años cuando formó el taco bailando por bulerías mientras su padre le cantaba a la salida del Lope de Vega, a donde lo habían llevado a ver a Rafael Farina y a la Paquera de Jerez. Pero la primera vez que se arrancó a cantar fue en una reunión en el cortijo de Soto Cortao en Palma del Río. Tendría siete u ocho años en los que había aprendido escuchando a su padre, Antonio Carrillo Heredia, y a su abuelo Antonio Real Jiménez “Realito”, que ya había cantado una serrana en la película La duquesa de Benamejí y que vivía del cante como profesional en las ventas de la posguerra, llegando a compartir oficio con Manuel Torre. Ese niño, que todavía habita en la profundidad de la mirada de este cantaor arahalense, tenía facilidad para memorizar los cantes de su padre, de su abuelo y de los artistas que, para enfado de su hermana, giraban sin descanso en el tocadiscos de la casa: El Lebrijano, Mairena, Caracol, Tomás, Vallejo y Pastora, siempre Pastora, la gran dama del cante a la que vio subir al escenario del Festival de Mairena, ya muy anciana, del brazo de Juan Talega. No quiso el destino que aquel niño imaginara que una noche de 1985 él se alzaría con el primer premio de ese festival de festivales, pues era el que te consagraba como cantaor profesional.
Pero antes de que la fama le abriera las alas, antes de ser el primero en ganar las tres categorías de cantes en La Venencia Flamenca de la Peña El Pozo de las Penas de Los Palacios, cosa que hasta entonces nunca había ocurrido, según le comentaron aquella noche Manolo Curao y Manolo Bohórquez; antes de contar con los primeros premios en concursos como el de Los Siete Claveles de Camas, Marbella, Torremolinos, La Unión… antes de que le temieran porque allí donde aparecía ya nadie esperaba quedar por delante de él; antes de todo eso, cuando solo era un adolescente que ayudaba a su padre en una caseta de la Feria de Arahal, Jesús sintió la necesidad de cantar junto a aficionados locales y artistas consagrados como la familia de El Gastor, que habían venido a colaborar desinteresadamente y recaudar fondos para la entonces incipiente Peña Flamenca Pastora Pavón “Niña de los Peines” porque esa iba a ser la peña flamenca de su pueblo.
Los que lo han escuchado destacan su fuerza y su maestría en el conocimiento del cante, que hacen de su voz un tesoro de laureles añejos como el vino. Podría presumir de tener el Premio Nacional de Córdoba, el Premio Nacional de Huelva y el Yunque de Oro del Cante, otorgado por la Junta de Andalucía, pero lo cierto es que lo de presumir no va con su forma de ser: “Era otra época en la que se podía vivir del cante”. De esa época se queda con el orgullo de haber compartido cartel con Gaspar de Utrera, El Turronero, La Familia Montoya, Fosforito, Manuela Carrasco, José Mercé, Camarón… Era la época en la que en el flamenco solo se movía gente con mucho conocimiento, años en los que Paco Vallecillo apostaba por él y por José Mercé, cuya amistad aún conserva; una época en la que Pulpón era su agente y mucho se tenía que torcer la cosa para que no acabaras en Japón ganando 50.000 pts. por noche… Pero esa época pasó y ahora toca lo que toca: creer en la savia nueva del cante y en el tiempo que, como dijo Cervantes “pone y quita razones”. Todavía recuerda cuando decía que le gustaba Camarón y los puristas le contestaban que estaba loco de remate.
Ahora canta cuando quiere y se encuentra a gusto por soleá y por seguiriyas, aunque como buen cantaor no hay palo que se le resista. A estas alturas del camino la fama poco le importa: Jesús le acarició las alas como a una novia caprichosa y luego dejó que se alejara por la ventana del destino mientras él buscaba el silencio. Tal vez por eso, o tal vez porque las almas grandes son inmunes a los anhelos materiales, cuando le pregunto qué es lo que más desea, Jesús Carrillo sonríe y responde muy bajito, como para que nadie se entere: Que se acabe la envidia.