La sonrisa infantil que José Luis Carrascoso Rosado dedica a su virgen
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José Luis Carrascoso Rosado tiene 51 años y una sonrisa infantil que te gana, desde el primer momento. Vive en calle Sevilla donde su familia antiguamente tenía una alfarería. Su pasión es poder ir pegado al capataz de la Virgen de los Dolores de su Hermandad, Jesús Nazareno, mirarla, hablarle y acercarse a los respiraderos para que los pies de la imagen, en estación de penitencia, oigan su aliento.
Cuentan los costaleros de este paso, que escuchan la voz de Luis desde fuera y les trasmite tanta fuerza que consigue aliviar el peso, cuando ya las trabajaderas se clavan y aún tienen que afrontar la bajada de Miraflores y la subida de Puerta Utrera, y todo lo demás.
José Luis es el único de sus hermanos que pertenece a la Hermandad de Jesús Nazareno. Dice que la tradición se ha saltado dos generaciones porque su bisabuelo, Francisco Carrascoso Zarate, fue Hermano Mayor de esta cofradía a finales del siglo XIX.
Cuando llega Cuaresma se prepara para echar una mano donde haga falta, le encanta irse al almacén de la iglesia para preparar los enseres, asistir al triduo, visitar las iglesias y sus imágenes. No sólo en Semana Santa, va a misa de 11 todos los domingos.
Pero es el Jueves Santo cuando empieza a ponerse nervioso. Después de ver al Cristo y la Virgen de la Misericordia, se encamina para la calle Sevilla, tiene que descansar para estar de madrugada en la Parroquia Santa María Magdalena. Ese día sale acicalado de su casa, traje primorosamente preparado desde las víspera por su cuñada, y se encamina a paso ligero para el templo. Sabe lo que le espera porque lleva, desde que apenas era un adolescente, haciendo la estación de penitencia con ellos.
La vive intensamente hasta el punto de que su familia asegura que no sabe vivir sin esta experiencia. Mira a un lado y a otro cuando lo llaman por su nombre en la calle, casi no responde porque llevar el paso es siempre el camino. No desfallece durante las largas horas que su Hermandad se lleva en la calle, es un día por el que vive todo el año y aprovecha cada instante grabando en su memoria recuerdos que atesora y cuenta. Como cuando cogió sin nadie esperarlo un clavel del paso del Cristo (también ha ido junto a él) y se fue para dárselo en mano a aquella vecina de la calle Madre de Dios que estaba enferma y lo veía desde su balcón.
En la Madrugá, la más especial del año para él, la más intensa, José Luis no se despega del capataz, Daniel Martín de la Peña, ni de los respiraderos del paso de su bendita Virgen de los Dolores. Ahora se acerca, ahora toma distancia, no más de metro y media y mira con su mirada de niño lo ‘guapa que va’.
A veces serio, otras con una media sonrisa, orgulloso de su Hermandad, heredero de una tradición que se saltó dos generaciones para acabar en su combinación genética única y con la bendición de su virgen.