La cotidianidad no se aprecia hasta que no se pierde, como casi todo lo bueno. Un paseo de mañana por cualquiera de las calles del pueblo, un rato de charla con sus vecinos, una parada para decidir el camino a tomar. Calles que guardan el fresco en el verano, y la soledad del invierno, en las que casi se oye el rumor de conversaciones de antaño, el sonido de un aldabón que golpea el portón familiar. Cierros que dan un paso al frente a la calle, luz del atardecer cayendo por el prado de San Roque y terminando el día en Doctor Gamero. Reflejo ya dorado sobre la antigua torre del agua que hoy escalan para tocar el cielo, bajada de Miraflores cuando las nubes toman la tarde. Es tan profundo lo cotidiano, que echarlo de menos, duele.