El Altillo a través de los tiempos
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Hace años en esta plazoleta estaba el kiosco de Pepe. Tenía una veleta con un indio diseñada por el maestro Medina, saga familiar de artistas. También había, rodeándola, tres tascas y dos tiendas (“anca” Jaime y “anca” el Conejo) en la que se podía comprar desde unas zapatillas marca La Tórtola hasta puntillas o un salchichón. Tiendas que eran como un centro comercial concentrando, donde se despachaba al por menor con la cercanía que da la vecindad.

Las tascas se conocían como todo en esos tiempos, por los apodos de sus dueños. Eran la del Pandero, la Pioja y el Cagajón. Lugares con intenso olor a vino, serrín en el suelo y cuentas dibujadas con tizas en cómodas barras, donde la conversación relataba la cotidianidad a ritmo de largas jornadas en el campo.

En una de ellas entró la modernidad en forma de aparato de televisión, único del barrio. Por la tarde, los chiquillos de la calle miraban ensimismado aquellos primeros programas en blanco y negro en los que su imaginación corría veloz a la par del bólido de Meteoro Racer o recibían a carcajada limpia las ocurrencias de Pedro Picapiedra.

El Altillo conserva su encanto aunque menos niños o niñas lo habitan y más tráfico de coches. Se perdió el ruido de las patinetas y sus ruedas de hierro que bajaban a velocidad de vértigo por la cuesta de la calle Miraflores, montadas por auténticos héroes. O aprendían entre adoquines el valor de la superación y la camaradería jugando al rescate, el demonio, bote-bote, mono “monero”, al salto el rulo, a la una mi mula. Y mil formas más de crecer gastando con intensidad hasta el último minuto de la niñez.

Aún hay vecinos que pelean por ser la única memoria viva del barrio y, algunos de ellos, siguen peleando hasta sin memoria. Una parte son clientes de la única tienda del barrio que conserva algo de la impronta de esa época. Un lugar donde una familia trabajadora recibe con cariño a las vecinas de toda la vida y les pregunta por su salud o por su familia mientras despacha comida casera. Seguro que no hay centro comercial que iguale eso.

En el barrio por haber hay hasta una joyería donde se diseñan los nuevos tiempos, en un espacio que conserva recuerdos de antaño combinados con las luces y escaparates del siglo XXI. O una zapatería y, algo más alejada, una tienda de trajes de ceremonia y novia. Porque las familias emprendedoras no necesitan más que el empuje del trabajo diario.

El Altillo, Pedrera y Miraflores tejen un triángulo que a última hora de la tarde se vuelve mágico. La luz del día empieza a caer en esta plaza para terminar en la Fuente del Pulpejo, en una pronunciada bajada que une dos barrios en uno. Suena a esa hora, en la intimidad de las casas, la televisión de sobremesa alargada.
Cuando llega la noche, el barrio se queda vacío. Pero si te paras en el centro de la plaza, a poco que escuches con el corazón, oirás los sueños de aquellos niños cuyas voces quedaron para siempre entre el eco de dos calles y una plaza con nombre propio y eterno.

Por Carmen González

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