Monjas, la calle que cada tarde queda suspendida en el tiempo
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Una calle que ha llevado el nombre de sus inquilinas durante siglos. En la que la caída de la tarde suena a susurro de rezos. Y la luz se proyecta como una aparición, de paso siempre para una vereda que antaño definía al caminante, rozando acaso la zona más antigua de un pueblo. Una calle breve en recorrido pero intensa en recuerdos, por aquí pasamos para todo. Para San Roque, El Arache, la Avenida Lepanto, Plaza Vieja, para Serrano o Pacho y, apenas la cruzas, empiezas a serpentear hasta terminar tropezando con calle Sevilla.
En la calle Monjas no hay lugar para la conversación, a no ser que sea pasajera, sólo se permite una parada en la acera opuesta a la iglesia, en la que el transeúnte mira para arriba y se santigua, para sus adentros queda un ruego a la Virgen del Rosario o a la de las Angustias que la acompaña a vista de mural, a pie de calle, y a seguir el camino.
En su escasa trayectoria hay lugar para la discordancia si aceptamos un viaje en el tiempo. La primera cita está en la esquina, en un edificio con la impronta del arquitecto Antonio Salvador, discípulo de Aníbal González y maestro de obras en Arahal a principios de siglo. Esa preciosa fachada recibe el último sol de la tarde y parece que trae sonidos de antaño, quedando durante unos minutos como suspendida en el tiempo. Apenas tocas la esquina, parece llegar el murmullo de una antigua tienda donde vender era una nueva oportunidad de vecindad. Y si avanzas dirección vereda de Sevilla, a mitad de camino te das de bruces con las colas que cada mes recogen las estadísticas del desempleo, no hubo otro lugar donde poner un lugar tan frío. Por eso pasamos a toda velocidad por calle Monjas y solo la fe puede permitir un respiro antes de cruzarla.